La historia de SelenaWolf: Mi madre y yo tuvimos cáncer de mama

La persistencia de su madre, que se examinaba las mamas con regularidad, ayudó a SelenaWolf a descubrir un cáncer en desarrollo que no le detectaron mediante mamografía.
 
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SelenaWolf forma parte de la comunidad de Breastcancer.org.

Todos tenemos una fecha, un momento en el que tu vida cambia para siempre. Por lo general, marca un momento crucial en tu vida, cuando todo cambia de manera irrevocable. A veces, se trata de un momento de felicidad, como un compromiso, una boda o el nacimiento de un hijo o de un nieto muy deseado. En otras ocasiones, es la conmemoración de algo más doloroso, como un divorcio o la muerte de un ser querido. Algunas personas ya conocen esa fecha. A otras aún no les ha llegado, pero todas, en última instancia, podrán señalar un día de su vida y decir:“¡Ahí! Fue entonces cuando todo cambió...”.

Recibir un diagnóstico de cáncer te cambia la vida. Nadie olvida la fecha en que se descubrió un bulto u oyó las tan temidas palabras: “Tienes cáncer...”.Esas palabras se graban a fuego en el cerebro, te dejan una marca indeleble en la mente y una cicatriz permanente en el corazón. Es imposible hacer como si no las hubieras oído. No hay forma de retirarlas. Son las dos palabras más aterradoras que existen. Y no las olvidas jamás.

El cáncer de mama es un viaje que nunca quise hacer. ¿Quién querría? Pero, en cierta forma, como que lo esperaba con temor. Mi madre sobrevivió al cáncer de mama. Cuando se acercaba a los cuarenta años, un bulto que tenía desde la adolescencia parecía estar cambiando y creciendo. Como esto ocurrió en la década de los sesenta, cuando solo una de cada tres mujeres sobrevivía al cáncer de mama, el médico y el cirujano que la trataban decidieron que lo más seguro era practicarle una mastectomía. Resultó que nunca se pudo identificar con seguridad si el bulto era canceroso o no mediante el análisis patológico, pero durante años después de eso, mi madre hizo un seguimiento anual con un oncólogo, solo para estar tranquila.

Debido a este roce con el cáncer y al hecho de ser enfermera, mi madre se convirtió en una de las primeras defensoras del autoexamen de mamas y de las pruebas de detección regulares. No fue algo político para ella. No ejerció presión sobre asociaciones médicas, nunca fue a marchas para concientizar y, desde ya, jamás se puso un tutú rosa. Para ella, se trató de algo sumamente personal. Y apenas a mi hermana y a mí nos empezó a crecer el busto, mi madre insistió en demostrarnos cómo hacernos un autoexamen.

Pueden imaginarse la vergüenza que sentíamos como adolescentes. La primera vez que mi madre nos mostró cómo examinarnos las mamas en busca de bultos, yo quería que me tragara la tierra. Sentí que había quedado traumatizada de por vida. No podía creer que me obligaba a hacer eso, pero ella se mantuvo firme. Insistía en que yo nunca debía depender de un médico para saber qué es lo que me pasa en el cuerpo, que lo mejor para mí era conocer mi propio cuerpo de la cabeza a los pies y que la única manera de lograr eso era autoexaminarme. Me decía que solo si yo sabía lo que supuestamente debe estar allí, entonces podría saber que algo está fuera de lugar.

Cuando cumplí 30 años, mi madre comenzó a insistirme para que me inscribiera en el Programa de Detección de Cáncer de Mama de Ontario y empezara a hacerme mamografías con regularidad. A la edad de 30 años, a mí no me parecía necesario, pero mi madre me recordó que ella solo tenía 39 cuando se hizo una mastectomía. De modo que, cuando le planteé el tema a mi médica de manera tentativa, ella estuvo de acuerdo en que, dados los antecedentes de mi madre, probablemente era una decisión acertada. Así que, con la solicitud en mano, fui a hacerme la primera mamografía avergonzada y de mala gana.

La mamografía fue algo incómodo y vergonzoso, pero tardó apenas unos minutos. Todo parecía estar bien y, como me faltaba mucho para cumplir 50, me dieron a elegir entre hacerme pruebas de detección una vez al año o cada dos años. Decidí que controlarme cada dos años sería suficiente, teniendo en cuenta mi edad, y mi médica estuvo de acuerdo. Por supuesto, las investigaciones actuales demostraron que las mujeres más jóvenes y premenopáusicas no solo pueden tener cáncer de mama, sino que tienden a presentar una enfermedad más agresiva y difícil de tratar, pero hace solo 20 años, el cáncer de mama de mama todavía se consideraba una enfermedad de abuelas.

Una vez que empecé a hacerme mamografías regulares cada dos años, no me examinaba las mamas con la misma regularidad. Y cuando mi madre se enteró, se puso furiosa. “Nunca, pero NUNCA, dejes de hacerte el autoexamen”, me dijo. “La mamografía es una herramienta excelente, pero nadie conoce tus mamas mejor que tú. Debes seguir revisándotelas con regularidad”,insistió. Yo discutí. Y ella me lanzó “la mirada”.Supliqué. Ella frunció el ceño y me llamó por mi nombre completo. Me di por vencida.

Mi madre cumple con su palabra. Algunos años después, mientras se examinaba la mama que le quedaba en la ducha, se descubrió un bulto. A los 73, 34 años después de su primera mastectomía, le diagnosticaron un cáncer de mama muy agresivo en estadio temprano. Esta vez el resultado del análisis patológico fue definitivo. Menos de un mes después, le extirparon la mama restante. Esta vez, presté mucha atención.

Cinco meses después de haber cumplido 50 años, apenas unos meses después de mi última mamografía, que indicó que estaba “todo bien”, me descubrí un bulto en la mama izquierda. Después de todos esos años de examinarme las mamas y preguntarme qué se suponía que debía buscar, de repente lo supe. ESO era lo que estaba buscando: ese bulto desigual y duro como una roca, que se sentía como tuviera un trozo bastante grande de grava en el tejido mamario. Me erguí de repente y me volví a tocar. Se me cayó el alma a los pies. El bulto seguía allí. Y supe, sin lugar a dudas, que estaba en serios problemas. Seis semanas después, una serie de análisis diagnósticos lo confirmaron: justo cuando mi madre se acercaba al hito de los 5 años, tuve que llamarla y contarle que tenía cáncer de mama.

Mi madre estaba absolutamente desconsolada. Así son las madres. Preferirían enfrentar algo como el cáncer ellas mismas antes de ver a sus hijos sufrir la enfermedad. Y si pudieran —si fuera posible, de alguna manera, cambiar de lugar y enfermarse ellas para salvar a sus hijos— lo harían en un abrir y cerrar de ojos. No importaba que yo ya fuera una mujer de mediana edad. Seguía siendo su hija, su “bebé”, y ella habría sido capaz de caminar sobre las brasas antes de verme atravesar esto. Esta mujer, que había sufrido tanto durante su propia experiencia con el cáncer de mama, que había superado tanto con tanta dignidad, de repente se convirtió en un ser lleno de culpa. Se sentía completamente responsable. Creía que, por su culpa, yo había “heredado” este diagnóstico. Me pedía perdón sin parar por no ser capaz de “deshacerlo”.

Más adelante, me enteré de que hacen falta, aproximadamente, entre 4 y 8 años, según la agresividad de la enfermedad, para que unas pocas células de cáncer de mama microscópicas crezcan hasta convertirse en un bulto que puede sentirse al tacto. Esto significaba que, como mínimo, dos de mis mamografías anteriores al diagnóstico habían dado resultados “falsos negativos”.Cuando le pregunté a uno de mis oncólogos al respecto, me respondió: “Bueno, las mamografías tienen una exactitud de solo el 70 % aproximadamente”.Me quedé boquiabierta. ¿QUIÉN SE OLVIDÓ DE MENCIONAR ESO? Y, al parecer, pueden ser incluso menos precisas si tienes tejido mamario denso, como yo. Es muy simple: un tumor muy pequeño que está en desarrollo no puede verse contra ese fondo blanco que crea el tejido mamario denso en la película de la mamografía. Por lo tanto, a menudo puede ocurrir que no se detecte el cáncer de mama hasta que llegue a ser lo suficientemente grande para sentirlo al tacto.

En un instante de repentino esclarecimiento, me di cuenta de que mi madre, en lugar de poner mi vida en riesgo como ella tanto temía, en realidad me había salvado. Debido a su persistencia a lo largo de los años para que yo me autoexaminara con regularidad, yo me había “trazado un mapa” de las mamas en la cabeza, me había familiarizado tanto con su estructura que, cuando no me pudieron detectar el cáncer en desarrollo durante la mamografía debido al tejido mamario denso, fui capaz de encontrarlo yo misma antes de que avanzara demasiado. Mi madre me había legado el don de la conciencia. Cuando le dije esto, se puso a llorar. Luego observé con asombro cómo ella se secó las lágrimas, enderezó la columna, me dirigió una mirada de dura determinación y me dijo con calma: “Eres mi hija. Vas a poder con esto”.

Durante los meses más difíciles de tratamiento y recuperación, mi mayor fuente de apoyo y de aliento fue mi esposo. Desde el momento en que le conté que tenía un bulto, se me pegó y prácticamente no se alejó de mí. Nunca se perdió una consulta, un análisis ni un tratamiento. Estuvo en todas las consultas, hacía preguntas pertinentes y recordaba las respuestas. Leyó toda la información que me dieron e hizo más preguntas. Aunque no podía ponerse en mi lugar, hizo lo segundo mejor: caminó a mi lado. Cuando yo flaqueaba, él se mantenía fuerte. Cuando yo quería darme por vencida, él se negaba a escucharme. Cuando no pensé que sobreviviría una ronda más de quimioterapia, él me aseguró que sí podría. Él creía, sin lugar a dudas, que yo iba a ganar esta batalla. Por momentos, yo incluso le creía. Pero él nunca dejó de creer en mí. Ni una vez. Su confianza en mí era algo sorprendente y, hasta hoy, creo que sin ella, sin él, me podría haber dado por vencida. Todavía estoy aquí porque mi esposo insistió en que así tenía que ser.

También tuve otro ángel especial que me ayudó a atravesar esos momentos difíciles: un gato naranja muy viejo, bastante pequeño y de una terquedad excepcional. Malcolm, un sujeto normalmente muy independiente que forma parte de nuestra familia hace casi 17 años, se convirtió en mi compañero fiel. Siempre parecía saber cuando yo tenía mucho dolor y se presentaba a mi lado silenciosamente. Cuando estaba deprimida, él hacía alguna tontería para hacerme reír. Cuando yo lloraba, estiraba una pata y me la apoyaba en la cara con suavidad. Juro que era como si me secara las lágrimas. Cuando me despertaba a la noche, ahí estaba él: despierto, alerta y vigilante. Todas las mañanas, me engatusaba para que saliera de la cama, insistía en que fuéramos al jardín donde siempre terminaba por sentirme más calmada. Compartíamos el silencio. Almorzábamos juntos. Disfrutábamos los atardeceres. Su presencia reconfortante me ayudó a encontrar un centro de tranquilidad en una época muy turbulenta. Acompañada de mis “chicos”, creí que quizás, solo quizás, iba a poder con esto. Lamentablemente, a medida que yo me recuperaba y me fortalecía una vez terminado el tratamiento, Malcolm comenzó a apagarse de a poco y, 6 meses después, con profunda tristeza lo ayudamos a partir rodeado de luz, amor, aceptación y gratitud por habernos ayudado tanto.

Aparecieron otros ángeles a lo largo del tratamiento: cada uno llegaba a mi vida y me inspiraba cuando más lo necesitaba. Un día, cuando estaba más o menos a la mitad de la quimioterapia, mi esposo y yo decidimos conducir a la cercana ciudad de Niagara-on-the-Lake para tratar de escaparnos del cáncer al menos por un rato. Aunque era un día frío y nevoso, caminamos por el centro y disfrutamos el simple hecho de estar juntos y visitar las pintorescas tiendas.

En una, observé que dos mujeres cuchicheaban y me seguían. Cuando se dieron cuenta de que las había visto, la más joven se me acercó. Me explicó que su amiga, señalando a la mujer de más edad, se iba a casar la próxima primavera y que le encantaba mi peinado. Y me preguntó si podía decirles a qué salón iba. Se me cayó el alma a los pies. Estaba calva como una bola de billar y el cabello que ambas admiraban tanto era una de mis pelucas. Me miraron expectantes. Yo las miré, impotente, sin saber qué decir. Luego inspiré hondo, me armé de valor y les conté que tenía puesta una peluca porque hacía poco se me había caído todo el cabello debido a la quimioterapia. Fue una de las cosas más difíciles que hice.

La mujer más joven quedó horrorizada, luego muy avergonzada y se deshizo en disculpas antes de irse caminando a toda velocidad. Cuando miré a la mayor, me sonreía dulcemente con la expresión más compasiva en los ojos. Y lo SUPE. Le pregunté cuánto hacía que había tenido cáncer de mama. Me respondió que habían pasado 13 años. Le pregunté si había recibido quimioterapia y me dijo que no, pero se había sometido a cirugía y radiación y, un año después, cuando tuvo problemas “allí abajo”, volvió a pasar por todo eso. Le pregunté: “¿Cómo lo lograste?”.Me respondió: “Simplemente te levantas a la mañana, te plantas con firmeza en el suelo, le agradeces a Dios por darte otro día de vida y sigues adelante”.

Nos quedamos charlando un rato más. Me contó que en mayo por fin se iba a casar con el amor de su vida y que, si bien no se atrevía a afirmar que el cáncer de mama había sido un regalo, tenía que admitir que la había conducido a uno de los momentos más felices de su vida. Cuando me fui de la tienda, se me caían las lágrimas, pero también sentía una paz que no había conocido en varios meses. Nunca supe el nombre de la mujer, y ella no tiene idea del obsequio que me dio ese día, pero cuando llegó mayo del año siguiente, pensé en ella y, todos los días del mes, en silencio le envié bendiciones y deseos de salud y felicidad.

Varios otros ángeles me inspiraron a lo largo del tratamiento y en los meses difíciles mientras recobraba la salud. Mi peluquera, por ejemplo, que comenzó a practicar senderismo conmigo cuando intentaba fortalecerme y enfrentar la neuropatía que me entumecía los dedos de los pies. También una vecina que, a pesar de tener problemas de salud propios, venía y me limpiaba la casa todas las semanas, y traía comidas para mi esposo cuando yo no podía con el trabajo que implica cocinar. La enfermera de mi médico de cabecera, sin importar qué tan ocupada estaba, me orientó con habilidad durante el angustioso proceso del diagnóstico y siempre se tomaba el tiempo para responder mis preguntas. En más de una ocasión, me calmó con sus palabras. Mis amigos de la escuela pública y secundaria, algunos de los cuales no había visto desde que tenía 10 años, se juntaron para ayudar y, a través de Facebook y mensajes por correo electrónico, me daban ánimos recordando anécdotas. Otra amiga de larga data, que me llamaba todas las semanas para ver cómo estaba. Y por último, aunque no menos importante, había un equipo especial de mujeres (nos llamábamos “las margaritas”) que se mantuvieron firmes y fuertes, un círculo amoroso e increíble de mujeres con gracia y fortaleza que cerraron filas en torno a la compañera caída.

También hubo otros ángeles que, de alguna manera, encontraron las palabras correctas en el momento indicado. Algunos eran perfectos desconocidos: personas que nunca había visto ni volví a ver. Algunas habían tenido cáncer y unas cuantas tenían seres queridos enfermos. Todas se las arreglaron para decir lo correcto en el momento exacto en que necesitaba esperanza e inspiración. Pero la frase más inspiradora de todas, la que más significó para mí durante todo el tratamiento y hasta el día de hoy, fue de mi esposo: “Eres una de las mujeres más fuertes que conozco”, me dijo, “pero quiero que sepas que no vas a enfrentar esta batalla sola. Voy a afilar tu espada. Voy a cargar tu escudo. Ahora sal y PELEA, y no olvides que estoy justo detrás de ti. Siempre te voy a apoyar”.

La lucha contra el cáncer no tiene nada de heroico. Un héroe es una persona que puede elegir: mantenerse a salvo o enfrentar el peligro. Cuando se trata del cáncer, no hay elección. Haces lo necesario para mantenerte viva. Y aunque nunca aceptaré ese dicho repetido sobre las bendiciones ocultas del cáncer, admito que la enfermedad me dio muchas lecciones valiosas. Puede haber humor y un sentido del ridículo incluso en los momentos más indignos. El conocimiento puede potenciar y aterrar al mismo tiempo, pero nunca debe paralizar. No se trata de ser optimista, sino de ser decidida y centrada. El enojo es un gran motivador. La adversidad saca lo mejor y lo peor de las personas. Que se te caiga el cabello es fácil. Es mucho más difícil esperar a que te vuelva a crecer. Cada día encierra un momento perfecto. Y los ángeles siempre se cruzarán en tu camino cuando más los necesites.

Todos tenemos una fecha. Para mí, fue el martes 31 de mayo de 2011 a las 9:34 p. m. En ese momento, miré a mi enemigo más aterrador a los ojos y supe, sin lugar a dudas, que me esperaba la pelea de mi vida. Así comencé un viaje de autodescubrimiento que me dejó tambaleándome de tanta magnitud e intensidad. En los varios meses posteriores, afronté el enojo, el terror, el pánico, la pena, la incertidumbre, la angustia, el pavor, la impresión y el dolor físico más increíble que nunca había conocido. Me encaminaba resuelta al campo de batalla sin saber si sobreviviría, pero con la única certeza de que tenía que hacerlo. Y, en el camino, aprendí algo importante acerca de mí misma. Aprendí que tenía nervios de acero y una voluntad de vivir increíble. No sabía que tenía el corazón y el alma de una guerrera, y antes del cáncer, si alguien me lo hubiera dicho, probablemente me habría reído. Nunca creí que tuviera el valor ni las agallas. Nunca me creí capaz de enfrentar el peor de mis miedos de una manera tan frontal. Pero el cáncer me demostró que estaba equivocada. Para mi sorpresa, aprendí que, de hecho, era digna hija de mi madre y una guerrera merecedora de la fe de su esposo.