La historia de Barbara: Lo que los conejitos y las zanahorias me enseñaron sobre la sanación

En medio de una fatiga extrema tras el tratamiento, Barbara nunca esperó que la naturaleza le diera una lección.
 
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Barbara Savage is a Breastcancer.org Community member in Lewisville, Texas, USA.

No hay nada más duro de soportar para una madre que escuchar a un hijo dolorido pedir ayuda, tenga la edad que tenga, sea adulto o no, estando lejos, y no poder estar físicamente allí para abrazarlo, para solucionar las cosas.

Cuando mi hijo se unió a las Fuerzas Armadas, perseguía el sueño de su vida. A las pocas semanas de empezar el entrenamiento básico, sufrió una herida grave, y yo recibí la temida llamada. Padecía dolores físicos, porque tenía las dos caderas y la pelvis rotas, y múltiples fracturas en ambas piernas, pero era su dolor emocional el que sabía que era peor. Su carrera planificada había terminado. Su sueño se había acabado.

Volvió a casa y comenzó su recuperación. Me pasaba horas hablando con él sobre su experiencia hasta el accidente y lo mucho que le había gustado vivir todo lo anterior a ese momento. Con él aprendí un nuevo lenguaje: los sombreros eran “cubiertas”, y todo el mundo llevaba siempre consigo un “compañero de batalla”. Eso me intrigó. ¿Qué era un compañero de batalla? Me explicó que no era solo un amigo, era alguien que te cubriría las espaldas, que siempre te encontraría, que nunca te abandonaría y con el que ibas a todas partes como un equipo.

Me convertí en el compañero de batalla de mi hijo mientras se recuperaba. En los momentos más duros le decía que todo ocurre por una razón y, a veces, simplemente no sabemos cuál es esa razón. Y otras lo sabemos.

Tras su larga recuperación, estaba deseando empezar un nuevo trabajo. Estaba entusiasmada por él, todo parecía ir de maravillas.

Un día noté algo diferente en el espejo, y comenzó la lucha más intensa de mi vida, por mi vida. Me diagnosticaron cáncer de mama en noviembre de 2019. Necesitaba que mi esposo siguiera trabajando para no perder el seguro médico. Mi hijo dejó su nuevo trabajo y se convirtió en mi compañero de batalla. Me llevó a todas las citas y tratamientos, abogó por mí cuando necesité ayuda médica y me consoló cuando estaba demasiado cansada como para seguir adelante. Y lo vencí.

Me declararon libre de cáncer el día que empezaron los confinamientos por el COVID. No pude tocar una campana ni organizar una fiesta. Luego de una reunión de supervivencia muy breve y apresurada, una enfermera me dio folletos, y sentí como si me empujaran hacia la puerta.

Mientras el mundo se aislaba preso de los nervios, yo me preocupaba por mis riesgos. El encierro se prolongaba; en realidad, no era difícil permanecer en casa, porque después del tratamiento sufría una fatiga extrema que me dejaba congelada donde estuviera. Leí los folletos y busqué consejos en internet, pero encontré muy pocos. Pedí ayuda a mi equipo médico y de atención primaria, así que me hicieron varios análisis de sangre, me dieron vitaminas y me dijeron que intentara seguir moviéndome.

En cierto modo me sentí abandonada, después de tanta atención durante el tratamiento, era como si me hubieran dejado de lado e ignoraran mis preguntas. Estaba cayendo en una espiral de depresión. Me tumbaba en el sofá día tras día con el pensamiento obsesivo de que debía estar levantada y trabajando. Había abandonado todos mis negocios, había dejado de relacionarme con amigos y seguía cayendo y cayendo en espiral. Intentaba salir y caminar, pero después de unos pasos acababa sentada en la acera, exhausta.

Tenía tanto miedo de haber perdido todos mis negocios. ¿Se había esfumado mi oportunidad de triunfar? ¿Se habían acabado todas mis conexiones? Mi sueño de escribir un libro nunca se haría realidad. Me reprendía a diario por mi actitud negativa. Acababa de vencer al cáncer, tenía que sentirme exultante, brillante, fuerte y dispuesta a conquistar el mundo. En cambio, me sentía desdichada y muy deprimida.

Un día, después de casi un año de sufrir la persistente fatiga extrema y de vivir en el sofá isla rodeada de un océano de desesperación, mi compañero de batalla sugirió que empezáramos a planificar el huerto de ese año. Pensó que debíamos empezar por inspeccionar el lugar del jardín del año pasado que había quedado abandonado. Mi hijo no estaba demasiado entusiasmado, pero notaba su determinación por levantarme del sofá.

Hacía más de año y medio que no cuidaba el jardín. Era primavera, tiempo de plantar, y ahora no tenía energía ni para pensar en trabajar en el huerto. Lo último que había intentado cultivar había sido zanahorias. Había sembrado y regado, como de costumbre, y nunca habían brotado, ni una sola, lo cual era sorprendente. Pensé que las semillas debían de estar defectuosas.

Caminamos despacio hacia el despliegue de maleza que antes era mi jardín y, mientras observaba las hierbas enmarañadas, noté lo que parecía ser el extremo superior de una zanahoria. Con la ayuda de mi hijo, me agaché, tiré y apareció una zanahoria preciosa. ¿Cómo había ocurrido? Mi hijo y yo nos quedamos sorprendidísimos. Entonces, vi otro extremo de zanahoria más pequeño, cogí la azada para quitar las malas hierbas de alrededor y que pudiera crecer mejor. Justo cuando tiraba de la azada para atravesar la maleza, se movió un trozo de hierba marrón seca que había justo al lado. Al principio pensé que debía de haber una serpiente, así que pasé suavemente la azada sobre aquel parche para espantarla, pero, en lugar de eso, la hierba seca se desprendió y me llevé una gran sorpresa: era un nido de ocho diminutos conejitos bebé. Las colas de algodón estaban tan juntas que parecían una sola cosa, y ocho pequeños pares de ojos me miraban, parpadeando. Volví a colocar con cuidado la hierba seca sobre ellos, sabiendo que su madre no tardaría en volver. Y me eché a llorar.

Lloré porque, aunque me preocupaba y temía que mi vida y mi trabajo se hubieran detenido a causa del cáncer de mama que estaba totalmente fuera de mi control, sin saberlo, había una jardinera fiel. Yo había plantado esas zanahorias, que no brotaron ni crecieron en mis tiempos. Crecieron exactamente cuándo debían, cómo debían, en el momento divino. De un desorden tan enmarañado y lleno de maleza surgió la promesa de nueva vida, renovación y continuación. Renovó mi fe. No solo mi fe espiritual, sino que renovó mi fe en mí misma. Sí, mi recuperación duró mucho más de lo que esperaba. La fatiga es horrible, y la depresión te roba la esperanza. Mi negocio se resintió, y no dejé de tener problemas graves de salud, pero también me enfrenté a ellos. Las cosas se pusieron muy feas, pero ocurrían otras de las que yo no estaba enterada, como lo que pasaba en mi jardín. Lo único que hacía falta era que confiara y creyera, y que siguiera el consejo de mi compañero de batalla de empezar a planificar, levantarme e ir a inspeccionar.

Nadie me dio una buena hoja de ruta para la supervivencia, pero ahora me siento más fuerte y estoy encontrando mi camino con la ayuda de mis equipos médicos. Estoy llena de gratitud y esperando el futuro con ansias. Estoy relanzando mi negocio y me siento genial por poder ayudar a mis clientes a mejorar sus vidas. Volví a escribir. Estoy transformando, inspirando y motivando a otros. Y he aprendido que

  • todo el mundo necesita un compañero de batalla.

  • Las zanahorias crecen cuando deben.

  • Los conejitos son inspiradores.

  • Y siempre confía y cree; empieza a planificar, y levántate y ve a inspeccionar.

Ah, ¡y todos los conejitos crecieron y vienen a visitarnos a menudo!