La historia de Adriana: Cómo el diagnóstico de mi madre cambió mi vida
Adriana Santiago is a Breastcancer.org Community member in Phoenix, Arizona, USA.
“Tengo sueños en blanco y negro”, me dijo un día.
A medida que el cáncer avanzaba, mi madre empezó a perder la vista y a experimentar sueños realmente alocados. Un día, cuando fui a llevarla a una cita con el médico, me dijo que tenía sueños en blanco y negro, y me preguntó si yo también los tenía.
Hace unos tres años que la cuido. Ha sido la etapa más desafiante y difícil de mi vida, pero también ha sido una época de crecimiento inesperado y la oportunidad de forjar una relación más profunda con mi madre de lo que nunca creí posible. Se suele creer que cuando un miembro de la familia se enferma, todos se unirán para ayudar, pero la realidad puede ser muy distinta. Mi madre lucha contra el trastorno bipolar, y ni siquiera nos hablábamos el día que se lo diagnosticaron. Se encontraba completamente sola, ya que mi hermana y mi hermano no sentían ninguna obligación de ayudar, y me dejaron a mí como su única cuidadora.
Nuestra relación siempre había sido conflictiva, llena de malentendidos y disculpas confusas. La primera vez que hablé con ella luego del diagnóstico, le pedí que me dijera qué le pasaba, y me gritó: “Me estoy muriendo” y, luego, me colgó. Recién después del diagnóstico empezamos a achicar la brecha que nos separaba.
Viajé a Illinois, donde vivía entonces, y me di cuenta de que había estado conduciendo sola hasta el lugar de tratamiento y que su auto no estaba en buenas condiciones. Su obstinada independencia hacía que rara vez pidiera ayuda, pero estaba claro que la necesitaba. Intervine, ofrecí mi auto y empecé a hacerme cargo de las facturas que se habían acumulado desde su diagnóstico.
Su hermana, que también padece trastorno bipolar, se puso en contacto con nosotros y de repente quiso ayudarnos. Hice gestiones para encontrarle un centro oncológico en Arizona, y la trasladamos a la casa de mi tía. Estaba muy enferma, vomitaba todos los días a causa de la quimioterapia. En un momento dado, se volvió hacia mí y me preguntó si escogería la quimioterapia en caso de poder elegir. Dije: “Sí, por supuesto”, sabiendo perfectamente que después de verla tan enferma e infeliz, nunca elegiría hacerlo yo misma en el futuro.
No mucho después de que la trasladáramos a la casa de mi tía, los mensajes de texto empezaron a inundar mi bandeja de entrada, culpándome por no estar allí 24 horas del día, los 7 días de la semana. En ese entonces, solo podía ir cada dos semanas más o menos, y mi tía se ponía como una fiera, diciendo que no era una buena hija.
Al final, después de que internaran a mi madre por segunda vez, pasé el fin de semana en la silla de urgencias, viéndola llorar mientras los médicos decían que se le había extendido al cerebro. Decidí mudarme a Arizona y dejar atrás mi vida y a mi novio. En el trabajo me daban licencias intermitentes, así que intentaba trabajar desde Starbucks para no distraerme durante las reuniones. Pero pronto mi madre sufrió un accidente cerebrovascular y perdió la movilidad, así que estuve a su lado todos los días, ayudándola a bañarse y ducharse, y limpiando el vómito del suelo o de la cama. Algunos días me miraba y me decía que no podía continuar así. Otros días, normalmente cuando sentía el efecto pleno de los analgésicos, se reía y reía conmigo, y veíamos juntas programas de humor en la cama.
Pasamos los años siguientes entrando y saliendo de hospitales y salas de urgencias, y pronto me convertí en una experta en discutir las opciones médicas con el personal de enfermería, abogando por el cuidado de mi madre. De pequeña me aterrorizaba todo lo relacionado con la medicina. Ni siquiera podía ver “Anatomía de Grey”. Y ahora aquí estaba yo, sentada en salas de espera el 90 % del tiempo.
Su tumor cerebral empezó a aumentar de tamaño y le causaba inflamación en el cerebro, problemas de movilidad y convulsiones. Íbamos corriendo en mitad de la noche a urgencias y rogábamos que nos dejaran pasar la noche en la silla junto a ella. Se despertaba llorando y presa del pánico cada vez que el médico entraba en la habitación.
Al final, mi novio y yo, después de tres años, nos separamos, porque yo estaba demasiado estresada. Sentía una ansiedad y una culpa crónicas con respecto a todo, incluso por no poder ser feliz y divertida con mis amigos y mi novio. Era mucho más fácil lidiar con todo por mi cuenta que dejar que afectara a otras personas.
Mi tía ya no quería que viviéramos con ella, a pesar de que yo la había llevado a todas las citas médicas durante más de un año. Dijo que era demasiado estrés para ella.
Al final trasladé a mi madre a Denver y empecé a pagar más de 3.000 dólares al mes para que estuviera en un centro con personal de enfermería y un equipo de cuidados que pudieran atenderla mejor que yo. Parecía feliz allí, pero realmente necesitaba mi presencia, así que sentí la necesidad de estar a su lado todos los días para ayudar. Fue difícil. Tuve que atender llamadas y presentaciones desde Starbucks y el vestíbulo. Empecé a equivocarme en el trabajo y me volví olvidadiza e incapaz de recordar lo que decía. Era directora de proyectos, así que tenía que ser organizada y centrada. Solía ser era una persona del tipo A, muy reservada, y, en ese momento, casi no me duchaba y apenas podía recordar sobre qué tenía que hacer una presentación.
Con el estrés, su memoria empezó a fallar y mostró síntomas de demencia: no recordaba cómo funcionaba Netflix o cómo ponerse la ropa correctamente. Yo estaba tan estresada que empecé a tener úlceras. Mi terapeuta seguía diciéndome que tenía que poner límites y dejar que otras personas me ayudaran, ¿pero quién? Parecía como si no hubiera nadie más. Una amiga de la familia de mi madre, que me cuidó cuando era chica, fue de gran ayuda cuando nos mudamos a Denver. Empezó a hacer turnos para visitar a mi madre y hacerle compañía, llevarle comida y llenar los vacíos de tiempo. No sé qué habría hecho sin ella.
Cuando yo no estaba, me sentía culpable por no estar y cuando estaba, me sentía estresada e impaciente con ella. Me pasaba las noches pensando que iba a recibir una llamada para informarme que se había caído, había tenido un accidente o algo aún peor; estaba obsesionada con eso. Miraba en forma compulsiva el teléfono cada vez que me llamaba alguien del equipo médico. La preocupación, la culpa, la ansiedad y la depresión nunca desaparecieron.
Era tan mala como mi madre para pedir ayuda y, por primera vez, la necesitaba en serio. Mental, física y emocionalmente. Un día, mis amigos bromearon sobre lo estupenda que era mi vida porque viajaba a menudo. Rápidamente, les dije que mi madre se estaba muriendo. “¿En serio les parece tan estupenda?”.
Empecé a pensar que, quizás, cuanto más fuerte pareces por fuera, menos empatía recibes de la gente. Me sorprendió la falta de comunidad que parecía tener: nadie se ofrecía a ayudarme, aparte de la amiga de la familia, ni para llevarla a las consultas, traerle comida, brindar un relevo, buscarme un grupo de apoyo, ayudarme económicamente, hacerle compañía, asegurarse de que yo comiera y me duchara. No, nada de eso. Al principio, me enojé mucho con todo el mundo. ¿Cómo pudieron quedarse de brazos cruzados y vernos sufrir?
Más tarde me di cuenta de que quizás no entendían lo que pasaba. Al fin y al cabo, no habían atravesado eso ellos mismos, ¿cómo iban a saber cómo apoyar?
Entonces decidí que necesitaba una distracción, porque solo podía hablar y pensar en el cáncer, y era un gran aguafiestas. Trabajaba obsesivamente toda la noche los fines de semana en el hospital o en clínicas para distraerme. Me daba cuenta de que a la gente del trabajo le molestaba mi comportamiento errático y mi incapacidad para concentrarme antes de una reunión. Al final, gente del equipo se reía a mis espaldas. Sí, en retrospectiva, debería haber pedido la licencia médica que me ofrecía la empresa, pero, más allá del trabajo, no tenía nada fuera de esto. También había pasado años creciendo en la pobreza y tenía algo que demostrar, me desesperaba eso, y lo encontré trabajando.
Me pasé muchas noches y fines de semana trabajando en lugar de estar con mi madre y, pensándolo bien, solo conseguí pasar menos tiempo con ella.
Ahora ha olvidado quién soy. Cree que soy su hermana. No recuerda mi nombre ni lo que vivimos juntas y está en la fase final de su vida. Si hay algo que he aprendido viendo las etapas en cámara lenta del final de una vida, es que no merece la pena ser infeliz en la vida, que el trabajo no es lo más importante del mundo y que la gente necesita apoyo aunque no lo demuestre.
Al enfrentarme a estas pruebas, descubrí una fuerza que no sabía que tenía y aprendí que la vulnerabilidad no es una debilidad, sino una valiente aceptación de nuestra condición humana. Este proceso me ha enseñado a valorar cada momento con los seres queridos, a encontrar la fuerza en la adversidad y a mostrar siempre compasión hacia los demás, porque nunca sabemos de verdad las batallas que están librando.