La historia de Hope: Cómo luché contra la adicción para afrontar mi diagnóstico
Hope Yvette Miller is a Breastcancer.org Community member in Pittsburg, California, USA.
Las calles de la ciudad guardaban sus secretos, y yo era uno de ellos. Mi vida se había convertido en una danza por la supervivencia, coreografiada por la adicción y la soledad. El mundo me veía como una vagabunda, una figura sin rostro entre la multitud. Pero bajo las capas de mugre y desesperación, se libraba una batalla silenciosa que alteraría el curso de mi existencia.
Comenzó con un susurro, un sutil murmullo interior. Yo seguía con mi jornada, como cualquier otro día, buscando un lugar donde ducharme. Tardé un ratito, pero por fin encontré un lugar para hacerlo. Encendí la música y me dirigí a la ducha. Mientras me enjuagaba, sentí algo que me dejó congelada al instante. Pensé: “Por favor, Señor, no dejes que sea lo que creo que es”. Me quedé tiesa en la ducha durante lo que me pareció una eternidad, intentando reunir valor para investigar qué era lo que tenía. Por fin me armé de valor para comprobarlo y se confirmó mi peor temor: tenía un bulto en la mama derecha del tamaño de una pelota de golf. No podía creer que no lo hubiera sentido antes o que mi novio no lo hubiera notado, con lo grande que era. Fue como si hubiera aparecido de la noche a la mañana. La negación era mi compañera más cercana en ese momento; aparté la idea de que fuera la palabra que empieza con la letra c (ni siquiera podía pronunciarla), convenciéndome de que, quizás, era solo una glándula inflamada por todas las drogas que me estaba inyectando en el cuerpo, un mero fallo en la sinfonía de mi caótica vida.
Las semanas se convirtieron en meses, y aún seguía corriendo. Las calles me abrazaban, sus aceras agrietadas veían mi desenredo. La adicción me tenía atrapada, y un hambre insaciable me roía las entrañas. Fingí demencia, buscando consuelo en el siguiente subidón, en el siguiente momento robado. El bulto permaneció como un centinela silencioso, creciendo a medida que yo me marchitaba con cada día que pasaba.
¿Por qué lo ignoré? Tal vez porque reconocerlo significaba enfrentarse a la mortalidad, un espejo que reflejaba mi fragilidad. O tal vez por miedo, el temor carcomido que susurraba: “Eres prescindible”. En la jerarquía de la supervivencia, los adictos ocupaban los últimos puestos. Una raza desechable, cuyas vidas se miden por agujas desechadas y botellas vacías.
Pero el universo tiene una forma de empujarnos hacia nuestro ajuste de cuentas. Una mañana abrasadora, cuando la ciudad salía de su letargo, vislumbré mi reflejo: una extraña de ojos hundidos que me devolvía la mirada. El bulto que antes era un mero murmullo se había convertido en un grito insistente, un llanto implacable que salía de adentro. Me estiraba la piel, tensándola como un hilo deshilachado. Pero permanecí sorda a su urgencia. La adicción me tenía en sus garras; las calles eran mi refugio. Hui, hui de la verdad, hui del dolor, hui hasta que mi respiración se hizo una con el ritmo de mi corazón acelerado.
Otro mes se me escapó de las manos, perdido en la bruma de mis altibajos. Las luces de la ciudad se difuminaron; los rostros se fundieron en una multitud sin nombre. El bulto ya no era un secreto; era una herida abierta, un agujero en mi pecho por el que se filtraba la vida. Sin embargo, me aferraba a la negación; mi adicción era una cortina de humo que me protegía de la realidad.
19 de julio, el día en que entré en este mundo, marcado por el mismo sol que ahora proyectaba sombras sobre mi forma rota. Era mi cumpleaños, pero no había velas ni pastel. Solo dolor, el dolor que atormenta y que yo había enterrado en lo más profundo de mi ser. Me detuve ante el espejo agrietado: mi reflejo era un mosaico de cicatrices y ojos hundidos. Y ahí estaba, el agujero abierto, crudo e inflexible.
El bulto me había desgarrado la piel; un llamado desesperado de atención. Sangraba..., un recuerdo carmesí de mi negligencia. Rastreé sus bordes, con las yemas de los dedos temblorosos. ¿Cómo había dejado que llegara a esto? ¿Cómo me había convertido a la vez en víctima y victimario?
La calle susurraba sus secretos: las historias de innumerables almas que habían caminado por estos mismos callejones, sus batallas grabadas en el pavimento. Pero yo era diferente, ¿no? Yo era inquebrantable. Aun así, el agujero se burlaba de mí; una herida que se negaba a cicatrizar. La infección se arrastraba, como zarcillos de dolor que alcanzaban mi corazón.
Llegó el momento, el que había estado evitando, la llamada que temía. Tuve que comunicarme con mi hermana y pedirle que viniera a buscarme. Pero las meras palabras no bastarían; necesitaba la verdad. Así que marqué su número, mis dedos temblorosos navegando por los botones que conocía.
La espera pareció una eternidad, cada segundo resonaba con incertidumbre. Mientras sujetaba el teléfono, pensando en colgar, su voz irrumpió, un salvavidas en la oscuridad. Sin vacilar, vertí mi verdad: el peso de la lucha de un año, las batallas silenciosas libradas en mi interior.
Su “Sí” supuso un alivio, pero venía con una advertencia: recién en cuatro días podía venir. Cuatro días: un abismo de tiempo que no pude achicar. La desesperación alimentó mi siguiente movimiento: me tomé una foto de la mama, se la envié y esperé. En menos de un minuto llegó su mensaje: llegaría en cuatro horas.
Empaqué mis escasas pertenencias, restos de una vida al límite. Imaginando calidez, cuidados y apoyo de hermana, soñaba despierta con quedarme con ella durante el tratamiento. Juré desintoxicarme, salir de la indigencia, sabiendo que ella sería mi ancla.
Pero la realidad hizo añicos mis ilusiones. Sus gestiones no me llevaron a su casa, sino a un albergue para indigentes. La ausencia de mi familia era más profunda que cualquier herida. Me habían olvidado, me habían dejado navegar sola por la tormenta del cáncer. No tuve ninguna mano de la cual tomarme durante los primeros pasos de la quimio, ninguna voz que calmara mis miedos.
En ese refugio, aprendí de nuevo a resistir. Los tacones de aguja no pudieron protegerme, pero la fuerza surgió de las profundidades. Y al enfrentarme a la batalla, juré reescribir mi historia: una en la que la compasión triunfara sobre el abandono.