La historia de Kate: De cuidar a ser cuidada
Kate Rosenblum, PhD is a member of the Breastcancer.org Virtual Meetups. She lives in Ann Arbor, Michigan, USA, with her wife, their children, two dogs, and two cats.
“Pero sería improbable, demasiado en contra de las probabilidades, que yo también tuviera cáncer de mama, ¿verdad?”. Recuerdo quele pregunté eso a la persona que realizaba los estudios y que acababa de decirme que el resultado de sus muchos viajes de ida y vuelta entre la sala de espera, la sala de ecografías y la máquina de mamografías tenía que ver con su importante “preocupación” de que fuera cáncer. Pero ya entonces sabía que era cáncer. Se lo dije a mi pareja en cuanto salí de allí. Repetir tantas veces las pruebas por imágenes, las expresiones de preocupación, el hecho de que viniera una técnica en radiología a ofrecerme apoyo emocional mientras me reunía con el médico...
Primera parte
Recuerdo cuando mi esposa, Maria, recibió el diagnóstico. Era 2012, tenía 49 años y se habíaencontrado ella misma el pequeño bulto duro como una roca. La presioné para que se lo hiciera ver, pero no actuó hasta que una persona cercana a ella, experta en medicina familiar, la instó a hacerse una mamografía.
El equipo de radiología confirmó que era preocupante, y esa misma semana le hicieron una biopsia. Supusimos queno era nada; después de todo, me habían hecho varias biopsias por mis “mamas densas”, y siempre habían sido benignas. No obstante, me alegré de que recibiera la confirmación.
El diagnóstico, por supuesto, llegó un viernes por la noche (¿por qué siempre los viernes por la noche?). Losmeses que siguieron fueron intensos. Por suerte la atendieron con rapidez, un lunes de la semana posterior ala biopsia, cuando conocí por primera vez el “comité de tumores”. Me había pasado todo el fin de semanabuscando agónicamente información en internet. Sabía solo un poco, pero lo suficiente para emitir un pequeño improperio cuando la persona encargada de Oncología, el lunes, dijo que era “triple negativo”. Maria no sabía qué significaba eso. Su estrategia, a partir de ese momento, fue conocer solo lo suficiente para saber qué hacer, confiar en su equipo y avanzar con fuerza.
Maria fue una atleta toda su vida con unas agallas y una determinación tremendas, y aunque tuvo miedo no se dejó llevar por él. No pasó (a diferencia de mí) noches inquietas investigando en internet y revistas médicas, sino que confió en sus médicos y se esforzó por afrontar la enfermedad con la mayor esperanza y lucha posibles.
Me convertí en “cuidadora”. Antes, ese término estaba reservado a mis esfuerzos por criar a nuestras dos criaturas, una de 5 y otra de 10 años. Pero ahora me preocupaba por todos.
Me senté con la familia y les conté que “mamá estaba enferma”. (“¿Qué clase de enfermedad?”, preguntó una de las criaturas con su perspicacia, dándome a entender enseguida que se había dado cuenta de que no era un resfriado común y corriente, mientras que la otra, la más grande, fue de inmediato a abrazar a su madre).
Organicé una “fiesta de rasurado del pelo” para mi esposa en el salón de su estilista e invité a amigos avenir con una piedra especial y un deseo; nos pusimos pelucas tontas y celebramos su espíritu y su fuerza, y lloramos cuando nuestras dos criaturas compartieron sus piedras especiales, su amor y sus deseos para la salud de su madre. Atendí las preocupaciones de las criaturas y de mis amigos y compañeros, y ayudé a mi pareja a pensar en las decisiones: ¿Qué decía la investigación sobre si debía inscribirse en el ensayo clínico para agregar Taxol al plan de tratamiento? Llamé a un familiar de una persona conocida que se especializaba en oncología en Nueva York, para asegurarme de que el plan fuera correcto y para obtener alguna esperanza sobre su pronóstico.
Al principio, las noticias fueron malas (cáncer, triple negativo), pero luego un poco mejores (estadio inicial, de solo 1 cm y márgenes limpios tras una lumpectomía). Intenté mantener la compostura.
También luché con mis propios sentimientos. Me aterrorizaba que pudiera morir, me pasaba horas sollozando por teléfono con mis amigos y hermanas desde el estacionamiento que está afuera de mi oficina antes de volver a casa con ella. Quería apoyarla, pero a veces me resultaba difícil cuando los esteroides hacían efecto y estaba más malhumorada e irritable. Intenté imaginar lo que estaba atravesando, para ayudarla a que no se sintiera sola en este proceso y, sin embargo, también me sentí un poco distanciada. No lo admitía ante los demás, pero a veces me sentía “excluida”, cuando estábamos en el consultorio de los médicos y solo hablaban con ella, o cuando todas las conversaciones con los compañeros del trabajo se centraban en cómo le iba a ella. Puede que hasta sintiera un poco de envidia por el hecho de que ella estuviera de licencia médica, y yo ―porque colaborábamos estrechamente en el manejo de un equipo de investigación― estuviera asumiendo más obligaciones y responsabilidades, echando mucho de menos también su presencia en el espacio de trabajo. No sabía cómo se sentía físicamente, no podía imaginarme cómo era la quimioterapia, ni la radiación y me sentía culpable cuando estaba frustrada por las exigencias emocionales que me imponían. Al fin y al cabo, yo era la afortunada. No estaba enferma. Ahora que han pasado los años me doy cuenta de que era una tarea imposible para las dos, que podía no salirnos bien, pero que teníamos que atravesar. Ella tenía miedo de morir, y yo sabía que ese era un miedo mayor que tener miedo de que muriera mi pareja. ¿O no? ¿Cómo seguiría viviendo sin ella?
Ser cuidadora significaba albergar sentimientos de impotencia, agotamiento y agobio, pero, también, una expectativa de seguir adelante, apoyar y manejar los sentimientos de los demás. No siempre estaba segura de si mis propias emociones eran las correctas o de dónde encajaban mis sentimientos. Incluso ahora que escribo esto me siento algo avergonzada por esta mezcla de sentimientos que tuve, por la verdad de cómo me sentía.
Segunda parte
Y entonces, 9 años y 11 meses y medio después, aquí estaba yo, con 52 años y en la sala de radiología, oyendo que podía tener cáncer. A pesar de mi rápido cálculo de que aquello era “contra todo pronóstico”, era cáncer y, además, triple negativo. Rápidamente aprendí, como hacen siempre los pacientes oncológicos, que las probabilidades son inútiles si eres el 1 entre 100. Todas las probabilidades se reducen a “sí” o “no”: solo 2 opciones.
A diferencia de mi pareja, el cáncer se había extendido a los ganglios linfáticos, y el oncólogo me comunicó que estaba en estadio IIIb. Resultó que los protocolos habían cambiado en esos años. Ahora empezaríamos con la quimioterapia, ya que los cuidados neoadyuvantes se habían convertido en el estándar. La quimioterapia incluiría el AC que Maria había recibido, pero también carboplatino y Taxol. (Después de todo, supuse que el ensayo que había estudiado una década antes había encontrado efectos positivos para este complemento). Y gracias a un estudio más reciente que acababa de terminar, también recibiría inmunoterapia.
Después de la cirugía , radiación y, luego, más quimio y más inmunoterapia. Ante mí se extendía un plazo de 18 meses. ¿O debería decir “ante nosotros”? De inmediato, nos vimos empujadas a una realidad distinta, en la que yo era la paciente, a quien había que cuidar; y mi esposa, la sana, ahora era la cuidadora.
Por supuesto, esta experiencia ha sido toda un aprendizaje; momentos repetidos de: “Oh, no tenía ni idea de lo que ella tuvo que pasar”. Y una empatía recién nacida tanto hacia mi esposa como hacia mí misma. De repente, nuestras dos experiencias eran mucho más comprensibles. Yo sabía que ella se sentía indefensa y asustada. Y ella sabía que yo estaba aterrorizada. Las criaturas ya no eran criaturas, pero no por ello estaban menos afectadas. Tal vez incluso más asustadas al comprender mejor lo que esto significaba. Ella se hizo cargo de mis tareas en el trabajo, y yo estuve de licencia durante más tiempo. Mi proceso fue un poco más accidentado, con internaciones por embolia pulmonar y sepsis neutropénica. Elegí una mastectomía bilateral. Tras la primera ronda de quimio, quedó algo de cáncer residual, por lo que se añadió una quimio, la capecitabina.
Pero después de casi dos años de tratamiento y tras una extensa reconstrucción quirúrgica con DIEP, estoy libre de cáncer y, para ser sincera, justo ahora empiezo a curarme.
Tercera parte
Durante el cáncer, lo único que podíamos hacer cualquiera de las dos era centrarnos en sobrevivir. Sobrevivir me costó todo lo que tenía, como sé que a ella también le había costado toda su fuerza. Ambas tuvimos que apoyarnos, en gran medida, enotros para todo lo demás: el cuidado de las criaturas, la casa, nuestros ingresos, y el apoyo práctico y emocional. Como cuidadora, mi esposa tuvo que atravesar su propio miedo existencial, la preocupación de ser viuda, madre soltera, de perderme; todo eso mientras me animaba e intentaba comprender lo que sentía y lo que necesitaba. Al igual que yo había experimentado años antes, Maria probablemente no sentía que sus necesidades fueran una prioridad, sino, más bien, que ella era la que daba, sintiendo, en cambio, la gama de preocupaciones e impotencias no reconocidas que suelen acompañar a esa experiencia.
Las lecciones aprendidas son muchas, y ambas salimos de estas experiencias con una mayor humildad y una empatía más profunda. El proceso tanto del cuidador como de la persona cuidada es tan único, tan profundo y, hasta que no lo has recorrido, tan inexplorado. Aprendemos sobre la marcha, mano a mano, con compasión y una fuerza nueva, no solo en nosotras mismas, sino en nuestra relación. Ambas somos sobrevivientes.